domingo, 11 de abril de 2010

Cómo nos vieron y qué publicaron (II)
Folklore Andaluz
Gracia y belleza de los verdiales malagueños
(3ª y última parte)



     En este último fragmento, Claudio nos empieza hablando del cante y nos da a conocer varias coplillas. En la última parte, nos recuerda los típicos juegos que siempre había ligado a la Fiesta. Cuando la Fiesta decaía un poco, siempre habían quienes tenían preparado juegos o teatrillos, y entrando al grito de "Juego, juego ..." rompían la lucha de fiesta, y todos se disponían a pasar un buen rato.

Y entonces, paralelo al baile, llega el cante, ese cante “jondo”, inimitable, lleno de gracia peregrina, dulzura y armonía, sencillo y a la vez difícil. Lo inicia siempre una moza o mozo del corro. La voz ha de ser potente, melodiosa, que pueda sobresalir airosa sobre la música. En este momento es exactamente cuando el aire parece vibrar y llenarse de melodía. El eco sube montes, trepa cañadas y se engarza entre las ramas de higueras y olivares, como un canto a la Naturaleza lleno de majestad única. Calla la chicharra que sierra vientos, enmudecen jilgueros y gorriones, acércanse lejanas golondrinas, y el campo todo parece escuchar, temeroso, una misteriosa y suave voz que sube de la misma madre tierra, que sale de entre piedras y riscos, surge de minas y quebradas en un susurro prolongado y triste, como manantial de aguas que fueron tanta sangre en los pasados siglos de invasiones y conquistas convertidas en Historia de España. Y una visión toma cuerpo lentamente en el paisaje. He ahí mozárabes y muladíes; allá, maaditas y yemenitas, berberiscos y árabes, tribus del Atlas, beduinos del Rif, caballería mora, gritos, quebrados, castillos, viñedos, olivares, y por encima de todo una hermosa Cruz. De pronto se esfuma el ensueño, y la voz lozana de una buen mozo nos devuelve a la realidad:

“Bendita sea tu cara,
qué resalada la tienes;
vale más un desaire tuyo
que el garbo de otras mujeres...”

¿Quiénes son y dónde están los poetas que componen estas lindas letrillas, tan ingenuas?... Helos ahí en el mismo corro. Son estos mozos que huelen a chumbos recién cortados, frescotes, tímidos (más que las mujeres), los que dan a los vedriales una de sus notas más típicas; la improvisación de los versos. Y el amor, los celos, la gracia burlesca y pícara de esta tierra de María Santísima, sin que falte, incluso el sentimentalismo caballeresco del antiguo trovador, desfilan por la fiesta avasallándolo todo. Porque unos vedriales, en los pasados tiempos, eran como una lucha sin ruido, que se iniciaba y no se sabía cómo iba a terminar; si en armonía o en tragedia. No ocurre esto actualmente, pero siempre se encuentra latente en la sangre joven de estos mozos bravíos. Las coplas son ingenuas:

“Vengo de los Verdiales,
de los Verdiales vengo;
vengo de echarme una novia,
de echarme una novia vengo.”

O alusivas:

“Todavía no soy tuya, pícaro,
y ya me amenazas;
mira que tengo en mi huerto
la flor de la calabaza.”

He aquí otra hiriente, punzante, dirigida a una ex novia presente en la fiesta:

“Calabaza que me distes
me la comí con tocino;
mejor quiero calabaza
que casarme contigo.”

Ruborízase o hierve de ira la aludida. Contesta con otra copla el mozo que ahora la corteja. El ambiente se recarga, un pugilato sordo amenaza y se cierne sobre la fiesta; pero en este momento se oye la voz de otro mozo que media:

“Con esta no canto más,
porque me duelen los dientes
y no veo llegar
el tarro del aguardiente...”

Risas y ocurrencias, que despejan la tirantez. Luego se suceden los piropos, y segundas partes tal vez interesadas (hermanas y parientas) en posibles noviazgos, cantan dirigiéndose a la pareja que se contempla arrobada:

“En el falso del vestido
tiene esa niña una estrella,
con un letrero que dice:
“Viva quien baila con ella...”

La fiesta se anima. El vino y el aguardiente de caña hacen de las suyas, y tapujos y timideces se disipan con las primeras oscuridades de la noche. Fuera, en la solana, corre un vientecillo sutil y marinero, que trae recuerdos de mares imperiales y caminos que fueron de España. Y las estrellas, las mismas que vieron los Omeyas, las que contemplaron fenicios y godos o alumbraron las rutas hispanas hacia los mares tenebrosos, brillan y parpadean. Igual que hace siglos, en el espacio. Tiemblan, a su vez, las luces de los candiles empapándolo todo de dulce luz dorada, primitiva. Hay olor a retamas, romero y albahaca. Y entonces llega un último invitado y, parándose ante la puerta del rancho, grita a los más cércanos: “¡A la paz de Dios!” (¡Salam Alaikum!.) Y entra. Seguidamente se le ofrece una copa. Si es joven, se agrega a la fiesta; si es anciano, se va con los viejos soñando juventud.

De pronto se oyen gritos y hay carreras. Un par de mozos disfrazados se abren paso violentamente, entre los bailadores y gritan haciendo contorsiones: “¡¡Juego, juego señores!!...” Ha llegado la hora del descanso para los “musiqueros”. Los instrumentos se depositan amorosamente en algún rincón y el corro se disuelve expectante. Seguidamente da comienzo una sesión de pasatiempos ingenuos que hacen la delicia de grandes y chicos. Se recitan y cantan romances como aquel de “La reina mora”:

“Apártate, mora bella,
Apártate, mora linda...”

O aquel otro de Gerineldo:

“Gerineldo, Gerineldo,
Gerineldito pulido...”

Luego, juegos de mano, chistes picarescos, adivinanzas de subido tono... Exactamente igual que en las fiestas del Califato cordobés, en las que entonces, en lujosos escenarios donde se bailaban leilas y zambras, eran viejos astrólogos hebraicos, o ancianos de blancas barbas con raídos almaizares, los que entretenían a las odaliscas e invitados entre un remolino de chistes y voces, como tan admirablemente nos lo supo describir Fidel Fernández.

Entre tanto invitado, no veréis nunca un solo gitano. Sin embargo, aquí brilla resplandeciente el canto “jondo”, ¿no es cierto, don Francisco Podadera?...

Y dan la una, las tres, las cinco de la mañana. Y por Oriente llega un arrebol de luces. Y sigue el baile. Pero no en balde pasó el tiempo, porque ya hay nuevos novios y ¡nuevas suegras!... Y los viejos se miran y sonríen.

Entonces hace su aparición gloriosa la mañana. Los montes lejanos han perdido su color violeta pálido y se cubren de púrpura y luego de oro. Hace un fresco agradable. El sol va a salir y parece que sólo se espera la llamada del almuecín para comenzar el nuevo día; no falta más sino que saludemos al astro Rey postrados en tierra. Todo lo demás es igual que hace siglos.

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